Dios nos ve.
Está Yahvé en su santo templo; ¡Yahvé! su trono está en el cielo; sus ojos miran, sus párpados escrutan a los hijos de los hombres. Yahvé examina al justo y al malvado; y al que ama la prepotencia Él lo abomina. Sobre los pecadores hará llover ascuas y azufre, y viento abrasador será su porción en el cáliz. Porque Yahvé es justo y ama la justicia; los rectos verán su rostro. (Salmo 10, 4-7).
Comentario:
Si los hombres recordaran esta gran verdad de que Dios ve todo y que premia y castiga, no solo en el otro mundo, sino también ya desde este mundo, los hombres no pecarían tan fácilmente. Pero el hombre no piensa, y hace como los animales y peor que ellos.
¿Pero se lo puede convencer a Dios? El juicio de cada hombre es inapelable. Cuando llega el momento de la muerte, se acaba el tiempo de la Misericordia para dar lugar al tiempo de la Justicia.
Es bueno que pensemos estas cosas porque Dios nos ve constantemente, para premiar nuestras buenas obras y castigar las malas.
No creamos que Dios no nos hará ni bien ni mal, porque Él nos hará bien por el bien que hayamos realizado, y nos hará mal por el mal que hayamos cumplido.
¡Bendito sea Dios!
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LOS SALMOS
Se ha dicho con verdad que los Salmos -para el que les presta la debida atención a fin de llegar a entenderlos- son como un resumen de toda la Biblia: historia y profecía, doctrina y oración. En ellos habla el Espíritu Santo ("qui locutus est per prophetas") por boca de hombres, principalmente de David, y nos enseña lo que hemos de pensar, sentir y querer con respecto a Dios, a los hombres y a la naturaleza, y también nos enseña la conducta que más nos conviene observar en cada circunstancia de la vida.
A veces el divino Espíritu nos habla aquí con palabras del Padre celestial; a veces con palabras del Hijo. En algunos Salmos, el mismo Padre habla con su Hijo, como nos lo revela San Pablo respecto del sublime Salmo 44 (Hebr. 1, 8; S. 44, 7 s.); en otros muchos, es Jesús quien se dirige al Padre. Sorprendemos así el arcano del Amor infinito que los une, o sea los secretos más íntimos de la Trinidad, y vemos anunciados, mil años antes de la Encarnación del Verbo, los misterios de Cristo doliente (SS. 21; 34; 39; 68, etc.) y los esplendores de su triunfo (SS 2; 44; 67; 71; 109, etc.); la historia del pueblo escogido, con sus ingratitudes (SS. 104-106); sus pruebas (SS. 101; 117, etc.); el grandioso destino deparado a él, y a la Iglesia de Cristo (SS. 64; 92-98), etc.
David es la abeja privilegiada que elabora -o mejor, por cuyo conducto el mismo Espíritu Santo elabora- la miel de la oración por excelencia, e "intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom. 8, 26). Todo lo que pasa por las manos del Real Procfeta, dice un santo comentarista, se convierte en oración: afectos y sentimientos; penas y alegrías; aventuras, caídas, persecuciones y triunfos; recuerdos de su vida o la de su pueblo (con el cual el Profeta suele identificarse), y, principalmente, visiones sobre Cristo, "sus pasiones" y "posteriores glorias" (1 Pedro 1, 10-12). Profecías de un alcance insospechado por el mismo David; detalles asombrosos de la Pasión, revelados diez siglos antes con la precisión de un Evangelista; esplendores del triunfo del Mesías y su Reino, la plenitud de la Iglesia, del Israel de Dios; todo, todo sale de su boca y de su arpa, no ya sólo al modo de un canto de ruiseñor que brota espontáneamente como en el caso del poeta clásico, sino a manera de olas de un alma que se vuelca, que 2derrama su oración", según él mismo lo dice (s. 141, 3), en la presencia paternal de su Dios.
Por eso la belleza de los Salmos es toda pura, como la gracia de los niños, que son tanto más encantadores cuanto menos sospechan que lo son. Este espíritu de David es el que da el tono a sus cantos, de modo que la belleza fluye en ellos de suyo, como una irradiación inseparable de su perfección interior, no pudiendo imaginarse nada más opuesto a toda preocupación retórica, no obstante la estupenda riqueza de las imágenes y la armonía de su lenguaje, a veces onomatopéyico en el hebreo.
La oración del salmista es toda sobrenatural, Dios la produce como miel divina, en el alma de David, para que con ella nos alimentemos (Prov. 24, 13) y nos endulcemos (S. 118, 103) todos nosotros. Por eso la entrega el santo rey a los levitas, que él mismo ha establecido de nuevo para el servicio del Santuario (II Par. caps. 22-26). Y no ya solo como un Benito de Nursia que funda sus monjes y los orienta especialmente hacia el culto litúrgico: porque no es una orden particular, es todo el clero lo que David organiza en la elegida nación hebrea, y él mismo elabora la oración con que había de alabar a Dios toda la Iglesia de entonces... y hoy día la Iglesia de Cristo (cf. el magnífico elogio de David en Ecli. 47, principalmente los vv. 9-12.) ¿Y qué digo, elabora? ¿Acaso no es él mismo quien lo reza y lo canta, y hasta lo baila en la fiesta del Arca, inundado de un gozo celestial, al punto de provocar la burla irónica de su esposa la reina? A la cual él contesta, en un gesto mil veces sublime: "¡Delante de Dios que me eligió... y me mandó ser el caudillo de su pueblo Israel, bailaré yo y me humillaré más de lo que he hecho, y seré despreciable a los ojos míos!... (II Rey. 6, 21 s.).
¿Qué mucho, pues, que Dios, amando a David con una predilección que resulta excepcional aun dentro de la Escritura, pusiese en su corazón los más grandes efluvios de amor con que un alma puede y podrá jamás responder al amor divino? ¿Y cómo no había de ser ésta la oración insuperable, si es la que expresa los mismos afectos que un día habían de brotar del Corazón de Cristo?